A principios del siglo 20 las grandes ciudades del mundo estaban afectadas por serios problemas ecológicos y de seguridad. La abundancia de coches de caballos provocaba un elevado número de muertes por accidentes de tráfico, los residuos que generaban inundaban las calles y los gases (algunos de efecto invernadero, por cierto) que desprendía este estiércol impregnaban la atmósfera con su encantador aroma. Los cascos golpeando el suelo, el chirrido de las ballestas de los carros y el metal de las ruedas rebotando sobre el empedrado generaban altos niveles de contaminación acústica. Afortunadamente el progreso trajo consigo la solución a estos problemas. Un nuevo vehículo más limpio, menos ruidoso y mucho más fácil y barato de mantener que un carruaje de caballos: el automóvil (1).
Lo que entonces supuso una solución, representa ahora uno de los mayores problemas con que se encuentra el urbanismo moderno. En 2015 en España hubo 1.126 muertes por accidente de tráfico (el récord fueron las 5.940 de 1989) (2). En las ciudades de los países desarrollados el residuo de los vehículos es la principal fuente de emisiones de gases tóxicos y de efecto invernadero (3) y la contaminación acústica que provocan las hace menos vivibles. ¿Qué ha cambiado? Evidentemente el número de vehículos en circulación.
Parecido peligro corren las empresas que quieren dar el salto digital o formar parte de la vanguardia tecnológica, ya que aquello que para unas compañías de determinado tamaño supone una solución, para otras se convierte en un problema.
El estiércol de caballo se ve, el CO2 no. Con frecuencia vemos las ventajas que nos ofrece la tecnología para reducir costes y ahorrarnos tiempo y trabajo. Pero implantar nuevas tecnologías es mucho más que implementar herramientas que faciliten nuestra labor. Tecnología y digitalización implican un cambio drástico en la cultura de trabajo y la mentalidad de las empresas. Afecta también a las mecánicas de clientes y proveedores. Así, las organizaciones de gran tamaño se encuentran con fuertes inercias para permitir el cambio y las pequeñas tienen dificultades para afrontarlo debido al fuerte esfuerzo de puesta en marcha, que con pequeños volúmenes de trabajo e ingresos puede no verse nunca compensado. ¿En qué punto estamos nosotros?
Además a nuestro entender este enfoque es erróneo. Si apostamos por la tecnología no debe ser por un criterio de ahorro de costes o tiempo, pues suele ser cara y efímera, sino por las posibilidades de negocio o servicio que nos pueda abrir. Por tanto, la siguiente pregunta que deberíamos hacernos antes de saltar al abismo tecnológico sería:
- ¿Qué puertas me abre la tecnología?
Y resumiendo lo anterior, antes de afrontar su coste, para elegir una herramienta (o decidir continuar sin ella) deberíamos seguir preguntándonos:
- ¿Tenemos el personal adecuado para sacar provecho de estas herramientas o estamos en disposición de contratarlo?
- ¿Estamos dispuestos a adaptar nuestra forma de trabajo al nuevo escenario que nos plantean? ¿Empleados y clientes están preparados para asumir el cambio?
- ¿El volumen de trabajo es el suficiente para compensar el esfuerzo de implementación?
Si no nos planteamos estas u otras preguntas parecidas, tras meses de trabajo conduciendo un automóvil que no nos lleva a ninguna parte, casi seguro añoremos los tiempos en los que el estiércol perfumaba nuestras calles.
Fuentes
1 SuperFreakonomics. (Levitt, Dubner).
2 DGT.
3 ECODES.